sábado, 27 de agosto de 2011

El Cid Campeador en Polop, por Miguel Guardiola Fuster

          
Las hazañas de Rodrigo Díaz de Vivar se conocen a través de la historia y de la leyenda, de la verdad y de la ficción, de modo que es difícil discernir la realidad de la irrealidad. De su conjunción se ha creado un arquetipo de caballero español con las máximas virtudes: valeroso, fuerte, leal, íntegro, juicioso y aguerrido, guerreaba más con meditación que impetuosidad, y otras probidades que han adornado su vida. Sin embargo, para otros autores en la leyenda del Cid hay más sombras que luces. Sus enemigos le apodaron el Cid Campeador –del árabe Sïd, señor, y del latín Campus Doctor, vencedor de batallas-, y con este nombre ha pasado a la historia. Nació en Vivar, aldea cercana a Burgos, por los años de 1043, hijo de Diego Laínez, noble caballero castellano.
Cuando en 1088 el almorávide Yussuf cruzó el estrecho de Gibraltar, el rey Alfonso VI pidió ayuda al caballero Rodrigo Díaz de Vivar, pero un conjunto de eventualidades y tal vez, más por culpa de Alfonso VI que del Cid, no pudo éste incorporarse oportunamente al ejército cristiano. El rey quedó agraviado y el monarca ordenó su destierro. Extrañado el Cid y despojado de sus bienes fue muy dichoso combatiendo sin ataduras al rey. El Cid salió de Molina hacia Elche, en el reino de Denia, donde se detuvo hasta la Pascua del Nacimiento del Señor, que celebró devotamente en esa ciudad.
Después de haber invernado en el campamento de Elche recorrió hacia arriba la costa hasta llegar a Polop, a seis leguas de Alicante, “parage fuerte por naturaleza y arte”, “castillo fuerte por su sitio y de fábrica buena y antigua”, lugar de refugio al que se acogían en casos extremos un gran número de habitantes de la comarca. En dicha fortaleza, en una cueva subterránea, se guardaba dinero, innumerables alhajas, sedería y otras ricas “estofas” del Tesoro público perteneciente al-Mundzir, rey de Denia, riquezas recogidas de todos los pueblos vecinos. Deseoso el Cid de apoderarse de ellas sitió el castillo, defendido por un buen número de guerreros, y le asedió de tal manera que en pocos días forzó a la guarnición a rendirse. Entró en la cueva el Cid y se apoderó del riquísimo tesoro que halló dentro y que constaba de gran copia de oro, plata, seda y preciosos vestidos. Cargado con el valioso botín se dirigió a Portus Tarnan, según la Historia leonesa, que Malo de Molina identifica con Tárbena, enclave situado en las gargantas de los cerros Bernia y Santa Bárbara, con un fuerte castillo, Ondia, al que Risco reconoce por Ondara, que reedificó y guarneció con el ánimo de detenerse allí algunos días.
En Tárbena u Ondara celebró el ayuno de la Cuaresma y la Pascua de Resurrección. A su término, se acercó a Valencia, después de descansar en Denia. En este tiempo no dejó reposo a los pueblos de aquellas comarcas, de modo que desde Orihuela hasta Játiva no dejó piedra en su lugar, vendiendo el botín de Polop en Valencia, según lo acordado con Al-Kaadir, rey de Valencia.
La vida y aventuras del Cid han dado lugar a numerosas leyendas exaltadoras de las virtudes y bondades del castellano. Fernando Zabala, en su obra Mitos y hechos legendarios. Leyendas y tradiciones valencianas II, recoge una de ellas que capta la piedad y bondad del Conquistador: “la historia acontece en Polop donde aún persiste una cueva llamada del Cid en lo alto de un montículo próximo al pueblo, cuenta como, derrotados los vecinos por las tropas del famoso héroe, éste se dispuso a descansar allí, mientras los soldados festejaban la victoria perpetrando barbaridades dentro del núcleo urbano. Antes de que conciliase el sueño, irrumpió en la gruta un ceniciento y andrajoso viejo que había burlado la vigilancia de la guardia, más pendiente de los lejanos escándalos que de custodiar a su caudillo. Era un hombre mendo, ágil y escurridizo pese a su edad. Tenía el rostro enjuto, las facciones finas, largas patillas y breve barba blanca; los ojos, muy chicos, rebosaban cansancio y desolación. Sin embargo, frente a Rodrigo, dos palmos más alto que él y presto a empuñar la espada, no se amilanó.
 -Poderoso Cid –dijo resuelto-, apelo al honor que te exige tu Dios para que salves a mi hija Zuleima, si todavía es tiempo. Es casi una niña y, en pocas horas, ha presenciado la muerte de su amadísimo Ben-Ussam con quien iba a contraer nupcias mañana y el brutal apaleamiento de mi esposa que, para librarla de la deshonra, hirió a un soldado cristiano. Ahora, no sé dónde está Zuleima ni creo tampoco que nuestros respectivos dioses aprueben tanto espanto en su nombre. La fuerza no todo lo doblega, Cid. Habéis conquistado un pueblo, casas, tierras y enseres de personas celosas de Alá y de su linaje pese a la derrota. ¿Acaso ese pequeño triunfo precisa engrandecerse con el atropello de criaturas inocentes? ¿No os bastaría la humillación de un padre viejo, dispuesto a comprar la honra de su hija postrándose a vuestros pies?
Cuando el anciano hizo ademán de arrodillarse, Rodrigo lo impidió.
-¡Alzaos, por Dios! -dijo-. Y seguidme.
Una escolta condujo a ambos hasta Polop, que arrullado en días de paz por el rumor de sus fuentes, era, aquella noche, un ascua, un apocalíptico escenario donde el alboroto de los vencedores se fundía con los pavorosos gritos de los vencidos.
 La infeliz Zuleima, semioculta entre unos matorrales, yacía a las afueras del pueblo, con una daga hendida en el vientre por ella misma para evitar que la capturasen viva. El viejo llevaba razón. Era casi una niña. Las lágrimas del heroico caballero cristiano y su posterior furia cuando ordenó retirarse a los saqueadores, urdieron un misericordie relato que contradice a otros menos benevolentes”.